A menos que sea usted un hombre/mujer versado/a en la cultura bélica o (más específicamente) en la Segunda Guerra Mundial le resultará difícil reconocer alguno de estos nombres que citaremos a continuación: Erich Kempa, Traudi Junge, Otto Dietrich, Christa Schroeder, Heinrich Hoffman o Nicolaus Von Below. Le resultará difícil porque ninguno de ellos tuvo un papel primordial en ningún conflicto, batalla o contienda de la citada guerra. Tampoco inventaron el sonar, los misiles de larga distancia o el blindaje antitanque, ni siquiera colaboraron en el desarrollo de los uniformes de camuflaje, escupieron al general Patton o tuvieron influencia alguna en ninguna de las decisiones que desequilibraron la balanza.
No, la realidad es que todos esos tipos y sus respectivos libros (algunos de ellos vergonzosos y vergonzantes) se nutren de un concepto primario muy claro: «Yo conocí muy bien a Hitler». Eran secretarios, chóferes, ayudantes, asistentes o mayordomos. Todos conocían a Hitler mejor que Eva Braun, Rudolph Hess y Goebbels juntos. Claro, si uno quiere forrarse con el cuento no puede decir que las únicas veces que veía al Führer era cuando este le llamaba para dictarle una carta o cuando le pasaba un trapito húmedo por el escritorio. Así, y si uno cuenta a todos los que afirman haber estado con Hitler en sus últimas horas no puede por menos que llegar a la conclusión de que aquel búnker era más grande que el Santiago Bernabéu.
Los nazis, y en eso dos y dos son cuatro, siempre han sido un filón de ventas. Ni el desembarco de Normandía, ni el jaleo de Sicilia, ni la campaña de Patton, ni Stalingrado; ponga un nazi en su vida y le caerán billetes hasta en la ducha. Así hemos sabido hasta dónde se rascaba Adolf Hitler cuando le llegaban malas noticias del frente ruso. También nos contaron los cincuenta y siete tipos de medicamentos que tomaba cada día, que odiaba el tabaco, que era vegetariano, que le encantaba hacer autopistas y que adoraba a los animales (lo del medio millón de caballos muertos en la campaña rusa y lo de envenenar al perro ya lo hablamos otro día).
Dicho todo esto, por aquello de no quedar como una pandilla de crédulos, lo de Rochus Misch, que acaba de morir hace unos días en Berlín es totalmente cierto. Misch, miembro de las SS, pudo presumir (y de hecho lo hizo hasta el día de su muerte) de haber pasado al lado del Führer la mayor parte de la guerra y de haber escapado del búnker solo para ser capturado por los soviéticos y condenado a trabajos forzados durante nueve años. La gran diferencia entre este sargento de la Orden Negra y los otros mencionados es que así como los demás intentaban huir (cada uno con su estilo) de la complicidad con el dictador alemán, Misch murió loando sus (según él) virtudes. El berlinés se encargaba de hacer todo tipo de trabajillos para Hitler, pero —sobre todo— era su guardaespaldas, su hombre de confianza si se le acercaba demasiado algún admirador. Así lo explicaba él mismo —Misch, no Hitler— en las entrevistas que concedía cuando le venía en gana (la más popular, probablemente, la de Associated Press en 2005) y en las que trazaba un retrato humano del cabo austriaco que ríete tú del Dalai Lama.
Misch se enroló en la prestigiosa división Leibstandarte Adolf Hitler, considerada el ejercito personal del Führer, y participó en la invasión de Polonia. En mayo de 1940 se le encargó la misión más difícil de su vida, proteger la vida de Hitler junto a su camarada Johannes Hentschel. Así lo hicieron hasta 1945, cuando el ejercito soviético rodeó Berlin. «El führer dijo “esto ha sido todo, la guerra se ha acabado” y ordenó a todos que dejarán el búnker, excepto los que aún tenían un trabajo que hacer, como yo» contaba Misch. «Era un jefe maravilloso, muy cercano a las personas que trabajaban con él». El de las SS volvió a casa en 1954 y desde entonces hasta el día de su fallecimiento se dedicó a glosar la figura de su jefe, según él un hombre ejemplar, vilipendiado por razones que se le escapaban. Obviamente, y preguntado por la persecución y el exterminio de los judíos, Misch hacía como aquel personaje alemán de Uno, dos, tres (de Billy Wilder) que en conversación con su jefe estadounidense decía: «en la guerra yo trabajaba en el metro, allí no nos enterábamos de nada de lo que sucedía arriba». Es decir, que él no sabía nada , no había visto nada, no había escuchado nada, y si algo se había dicho sobre el tema lo había pillado en el baño o distraído en algún otro quehacer.
Su libro, notablemente escrito, acaba de aparecer en italiano (estaba en alemán desde 2009) y explica la historia de este señor, anticomunista más que nacionalsocialista (según el propio Misch), huérfano, atractivo y amigo de sus amigos, que soportó los horrores del gulag durante casi una década. Como casi todas las de nazis metidos a escritores adolece de un problema de raíz, que es la extraordinario memoria del autor para algunos hechos y su terrible amnesia para algunos otros. Misch no es un revisionista, no al estilo de Robert Faurisson, Arthur Butz o David Irving, sino simplemente un señor que no recuerda nada relevante en sentido negativo: para él lo del Tercer Reich era un invento fenomenal, los rusos se lo buscaron, los polacos eran unos provocadores y él no llegó a ver a ningún judío en ningún sitio. Por otro lado, su descripción del círculo íntimo de Adolf Hitler y del Berlín de la guerra es sumamente interesante, quizás por esos detalles nimios que siempre pasamos por alto y que Misch relata a conciencia.
Sea como fuere, y desde un punto de vista puramente sociológico (o antropológico, cada uno que lo enfoque como desee) Rochus Misch es un escritor muy apañado y su historia es de una intensidad brutal. De sus planteamientos morales ya hablaremos en otra ocasión que hoy se hace tarde.